Una mañana de viernes, como cualquiera otra, amanecimos mi esposo y yo dispuestos a salir de casa para hacer diligencias, o vueltas como decimos los colombianos. En la madrugada se despertó con una ligera tos seca que le hizo pensar era un reflujo producto de alguna chuchería que se había comido la noche anterior. A mi esposo le encanta la comida y no era la primera vez que su reflujo lo levantaba de noche por algún antojito que se permitía. Sin embargo, a las 8:00 de la mañana sintió, después de bañarse, vestirse y arreglarse, que no estaba bien. Se sentía cansado y seguía tosiendo. Hicimos una prueba casera de Covid la cual salió negativa pero por precaución cancelamos citas y nos quedamos en casa. A la media mañana la tos empeoró y decidió aislarse voluntariamente en su estudio en donde, gracias a Dios, tenía todo lo que necesitaba para entretenerse y sobrevivir: computador, guitarras, teclado, internet, baño, sofá y ventana. Es lo que los gringos llaman un “man cave”, una cueva masculina. Decidió no salir y yo decidí salir con tapabocas a la cocina ya que vivimos con otra pareja y no queríamos contagiarlos de lo que fuera que estaba sucediendo: gripa, tos, pereza o COVID…
En todo caso los síntomas siguieron empeorando y ahora ambos estábamos aislados cada uno en un cuarto y aislados de quienes se han convertido en nuestra familia.
El lunes en la mañana Jorge se hizo otra prueba y esta vez saldría positiva. ¡Mierda, tiene Covid!- dije en voz alta. Yo para entonces me sentía regia, un poco angustiada y cansada de trabajar, cocinar y ser enfermera, pero llena de energía y voluntad. Estaba decidida a darle la batalla al COVID de mi marido con manos y dientes. Llamé a mis doctores de cabecera y compré las medicinas y viandas necesarias para garantizar la salud de mi adorado esposo. El lunes en la tarde empecé a sentir intensamente el interior de mi nariz. Me pareció curioso pero como vivo en una latitud en donde el frío es tan intenso, el síntoma no me resultó extraordinario dado que habría caminado aproximadamente dos horas el día anterior en una carretera polvorienta que fácilmente alborota mi rinitis. En la noche, una carrasperita en la garganta apareció sucedida de un reflujo intenso en la madrugada y pensé: ¡eso me pasa por comer tarde! Todo andaba bien. En la mañana del martes salí a dar mi habitual caminata por la carretera pero me sentía agitada y menos energética. “Es por el exceso de actividades de estos días y la angustia del COVID de Jorge” - pensé - y así transcurría el día pensando que sería tan afortunada como mi padre y mis dos hermanos quienes pasaron invictos ante el COVID aún cuando sus parejas habían tenido el virus compartiendo la misma cama. En un tonito arrogante me dije: “los Ruedas somos fuertes.” A las 10:00 de la noche Jorge me escribe por chat y me dice: hazte la prueba antes de dormir. A las 10:41 de la noche salí positiva. ¡Mierda, tengo COVID!- dije en voz alta, esta vez sucedida de algunas preguntas - ¿Y ahora? ¿Quién atiende a quién? - Jorge claramente estaba disminuido en su energía y lleno de tos. Yo, que empezaba mi ciclo COVIDIANO era contagiosa y debía cuidar a los otros que estaban sanos. Con todo, seguía energética y disponible para trabajar. Al menos eso creía… rápidamente el COVID me dio su lección: “Vine para detenerte”. Debo decir que escribo esto en mi quinto día de síntomas y me ha costado concentrarme y escribir como nunca antes. Si he sido dispersa ahora estoy dispersa, lenta y perezosa.
Volviendo al mensaje del Covid esto fue lo que surgió al día siguiente de mi diagnóstico en mi meditación: “El COVID vino para enseñarme a detenerme". A simple vista podría esto confundirse con parar. Creo que existe una sutil diferencia en el color, el matiz de estas palabras, parecida a la diferencia que hay para mi entre oír y escuchar o mirar y observar. Una me resulta más ligera que la otra. En una hay menos atención e intencionalidad, estoy menos implicada en eso que se presenta ante mi. Detenerme es ante todo habitar el momento, ser y estar… de veras. Encarnar la experiencia a una velocidad que me permita darme cuenta, reflexionar, saborear lo que hay. Entonces, detenerme no es simplemente parar, dejar de hacer o no hacer nada de lo que usualmente hago. No son las vacaciones de fin de año, eso para mi es parar. Detenerme más bien es implicarme más lenta y concienzudamente en lo que estoy haciendo o no haciendo.
Detenerme a pensar
Detenerme a sentir
Detenerme a leer
Detenerme a observar
Detenerme a escribir
Detenerme a darme cuenta qué es lo que en realidad quiero hacer.
Detenerme y escucharme y desde esa conciencia actuar.”
Claramente esto fue una Epifanía para mi que soy el corre-caminos en proceso de rehabilitación continua. (Para los menores de 40 el correcaminos es un cartoon inspirado en un pájaro del norte de México que siempre va corriendo a toda velocidad por la carretera porque lo persigue un coyote que se lo quiere comer). En mi caso el coyote es mi agenda y las diez mil actividades en las que me meto y comprometo.
Así es que me he detenido un poco a la fuerza y otro poco por voluntad propia a observar qué onda conmigo y he encontrado que este ejercicio tiene todo que ver con la carta de la rueda de medicina de los animales que por segundo año consecutivo me sale al iniciar el ciclo; la medicina del murciélago. Esta carta habla de algunas cosas como:
el renacimiento a mi verdad interior
La muerte simbólica de los viejos hábitos de vida y de identidad personal
Humildad y fortaleza; morir al viejo ego
Confrontar mis miedos
La necesidad de una muerte ritual de alguna forma de vida que no encaja con mi nuevo patrón de crecimiento.
Asumir una postura que me prepare para el renacimiento.
Crecer para convertirme en mi futuro.
¡Ufff! Volver a encontrarme con esta carta y su significado me confrontó con la realidad de que es un aprendizaje que sigue vigente y que, probablemente, mi aproximación a su medicina a comienzos del 2021 fue más superficial de lo que imaginaba. Cuando leo todo lo que la carta simboliza y siento esta ausencia de energía mezclada con una sensibilidad particular a los detalles, me dan ganas de tomármela más en serio esta vez y me hace sentido que aparezca de nuevo en mi baraja. Hay mucho a lo que quiero morir, porque me agota y me roba la atención de lo que verdaderamente me importa. También reconozco que siento más miedo a la muerte y la escasez de lo que era consciente.
Sentí miedo de que mi marido muriera, miedo de morirme ahogada y sola. Y nuestros síntomas en realidad son bastante más leves en comparación con quienes experimentaron el COVID en sus comienzos. Solo dos noches tuve dificultad para respirar y en realidad mi oxigenación no ha bajado de los limites que se consideran preocupantes. La tuvimos suave para lo que podría ser, eso si, ¡nuestras mitocondrias fueron asaltadas en su producción energética de manera contundente! Ir del patio a la cocina, al cuarto se siente como haber caminado 2 kilómetros en subida. En otras palabras, me siento como una babosa, lenta y sin energía. Esto me hace pensar en todas esas personas que sufrieron esta enfermedad sin vacunas, sin acompañamiento de sus seres queridos en una cama de hospital lejos de casa. Conocí a algunos y tuve el honor de acompañar a sus familiares en sus procesos de duelo. Ahora entiendo mejor. A veces la empatía no se completa hasta que la experiencia no pasa por el propio cuero.
Así es que empiezo este año en Bhumi muriendo con el murciélago al deseo de abarcarlo todo en mi agenda, en mi conocimiento y en mis relaciones. No puedo hacerlo todo, ciertamente desconozco mucho y no puedo esperar que todos me amen y me cuiden como yo quisiera. Con esa humildad liberadora de mis pretensiones megalómanas, maniacas y co-dependientes empiezo el año deteniéndome a elegir ir más despacio escogiendo mejor mis expectativas sobre los otros y sobre mi. En el corto tiempo que lleva este virus transitando por mi cuerpo, he tenido que repensar mis hábitos y mucho más ahora que Lucca, mi primer sobrino, cumple un mes de nacido y es el regalo más espectacular de cumpleaños que la vida me ha dado después de mi marido con quien también comparto mi natalicio.
Entre el virus que me ralentiza y me obliga a hacer poco y la emoción de disfrutar a Lucca y presenciar su crecimiento tanto como sea posible, percibo a la medicina del murciélago aleteando vigorosamente entre mi cuarto de cuarentena anunciando esa muerte ritual y simbólica que necesito para renacerá la vida que merezco: abundante, amorosa, feliz y con sentido.
Muerte a esa forma de moverme azarosamente, a ese ego exigente y ambicioso que tantas veces me domina y me impulsa a hacer más y más rápido, a esa creencia inconsciente tan presente en mi linaje familiar, que del exceso de esfuerzo vendrá la realización personal y la abundancia material a costa de un agotamiento físico y mental que se percibe tolerable y natural, como si el trabajo, padre de todas las bondades y éxitos de los hombres y mujeres de bien, tuviera que ser intenso y duro para ser merecedor de elogios.
Muerte a mi deseo de conexión constante a niveles profundos, significativos y entrañables. No todo el mundo está dispuesto a ello y no me hace falta conquistar el corazón de todos los que cruzan mi camino. En la raíz de mi neurosis está el deseo incesante de ser amada y necesitada. En estos días comprendí que no necesito ser amada por muchos, necesito el amor de algunos cuantos para quienes mi vida importa, son recíprocos en su amor y me lo dejan saber a través de sus palabras y acciones.
Creo que si sé morir a lo que me ata, a esa vieja noción de ser, a esa identidad falsa que he construido durante años de persona que trabaja hasta el cansancio, de mujer que entrega hasta el cansancio, de alma que busca sentido y conexion hasta el cansancio, podré renacer a la vida que quiero; una vida más sencilla y libre de exigencias, más creativa, más musical, con más corazón y menos ambición.
Así es que si me lees o me escuchas le pido al universo con más fuerza que nunca, en medio de mi debilidad física, que Bhumi pueda inspirarte para encontrar los caminos que te hacen bien y le hacen bien a la gente que te ama y te conoce. Creo que la felicidad verdadera y duradera es ecológica, es decir responsable, compasiva y consciente de no dañar a otros seres ni a ti mismo en el proceso de procurar tu bienestar. Así es que deseo que encuentres caminos ecológicos hacia tu felicidad en este año.
Yo haré mi parte dejando ver a través de Bhumi esas cavilaciones, descubrimientos, retos, epifanías, canciones, poemas, momentos, encuentros, reflexiones, a través de los cuales construyo mi felicidad sostenible, so pena de equivocarme en el intento. Finalmente solo soy una persona que aspira a inspirarte desde su verdad.
¡Feliz 2022! Seguiré deseando, como lo he hecho desde el 29 de octubre del 2020, que encuentres los caminos que te llevan hacia tu liberación y felicidad de manera que puedas ser de beneficio para todos los seres que cruzan tu camino y así engrosar esta cadena de bienestar que necesitamos como humanidad para traer más luz a este mundo adolorido.
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