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  • Paula Zuluaga

El hilo rojo nos atraviesa a todos



Llevamos un mes sintiendo la expresión de múltiples crisis. Entiendo el estallido social en Colombia como un reflejo, un síntoma, uno parecido a esos que descubrimos en terapia cuando vemos cómo un comportamiento es la cara de algo más profundo. Como la pandemia, el estallido nos ha puesto de cara a múltiples preguntas y zozobras. Nos ha tocado a todos a pesar de que no estemos todos en la misma posición. Diferimos en opiniones, sensaciones, miedos, realidades sociales, económicas y vitales.

Buscando darle sentido a todo, tratando tal vez de racionalizarlo, me encontré hace un mes escribiéndole una carta a una persona que no conozco. Unidas en la distancia epistolar por la misma preocupación y por años de investigación académica que esperábamos nos ayudara a desenredar la madeja de todo lo que está pasando. La academia sirve, sí, pero tiene un límite. Más allá de nuestra interpretación política y nuestra posición individual, se abre la pregunta por nuestra humanidad. Por nuestra capacidad de sentir al otro como un ser humano digno y no como un miembro más de un grupo con el cual me identifico, o al que temo, descalifico o exijo cosas.

En las últimas semanas he transitado la palpable pero sorprendente tensión entre ser un ser político y ver a los demás como seres humanos con historias, emociones, y una humanidad compleja y profunda. Las imágenes que vienen a mi mente me llevan a los mismos lugares una y otra vez. Por un lado, la calle, los bloqueos, las reivindicaciones, el miedo de ciertos sectores a ese otro que parece amenazante, el reclamo de tantos a aquellos de quienes sienten indiferencia e indolencia, la vida en peligro. Y, por otro lado, las imágenes de un taller de Terapia Gestalt, de una sala de meditación, de una terapia individual donde desconocidos nos encontramos como humanos, todos en dignidad, con plena conciencia de nuestra complejidad, falibilidad y diferencias. ¿Cómo ser política, cómo no esconderme en la tibieza o la indiferencia y cómo no desconocer esa franca humanidad y dignidad para pensar al otro? ¿Ese otro al que temo, al que critico, al que admiro o al que desapruebo? Esa ha sido mi más grande tensión durante las últimas semanas, esas las imágenes instaladas en mi teatro interno y resonando fuerte en mi alma.

He encontrado sugerencias que ayudan en la voz de otros. He participado en la disposición amorosa de los que oran, meditan o comparten luz. Han resonado en mí su guía de revisarnos para no traer más violencia a la situación con nuestras palabras, pensamientos y acciones. Y como en tantas ocasiones he reencontrado una respuesta conocida: los caminos están adentro, en nuestros procesos y nuestras heridas, esperando a que los necesitemos de nuevo. Cada quien yendo hacia adentro encontrará tantos caminos como heridas, que son tan compartidos y personales como nuestras historias de vida.

Mis heridas me han hecho transitar el camino del miedo. Mi posibilidad de traer más violencia y rabia al mundo nace del temor, de detectar peligros y defender un lugar seguro. Ha sido un camino que desaprobé cuando vi que otros tenían heridas y mecanismos de defensa que a mí me parecían más llamativos: ser demasiado fuertes y liderar, demasiado seductores y orgullosos, demasiado orientados al éxito, demasiado dispuestos a salvar al mundo a pesar de ellos mismos. La luz entra por la herida y allí estaba mi propio camino esperando, por mucho que no me gustara. Aunque la capacidad de imaginar siempre al otro y de ponerse en su lugar es hipervigilancia en su forma neurótica, conlleva también una semilla sagrada. Tratar de anticipar a los otros es tratar de entenderlos. Implica la imposibilidad de deshumanizar al otro, de no preguntarse por su sufrimiento, por su historia, de verlo como un ser digno, un ‘otro-yo', no sólo un otro.

Esa es la bendición de la herida, la incapacidad de ignorar a una capacidad que todos compartimos. Allí están las bendiciones que podemos compartir a partir de nuestras heridas, tan diversas como almas en el universo. Desde allí recibo los regalos que otros caminos tienen para ofrecer. Con la intuición de que hay que ir hacia adentro en meditación, en oración, en terapia, en reflexión y en creación, porque es yendo adentro de nuestra propia herida que encontramos la forma de relacionarnos con esta explosión de una herida colectiva. La sanación no es individual. Esta es una herida colectiva que palpita. No hay nadie, nadie que no haga parte de esta herida, pero muchos caemos a veces en leerla en clave de polaridades. Los justos que reclaman la injusticia histórica, o los justos que piden protección de sus derechos en peligro. En el fondo somos todos una y la misma herida.

Hoy deseo para todos que tengamos una conversación interna con alguien de ese grupo que nos asusta, confronta o al que simplemente no entendemos. Meditar y orar por el país son actos colectivos. Una conversación es íntima, admite detalles, grises. Una conversación donde ese otro tenga una cara, un nombre, una historia en la que podamos decirle lo que nos preocupa y lo que pensamos. Y luego, con un respiro, habitemos el lugar del otro y nos respondamos. Explicando la vida, los motivos, los deseos. Explicando en la voz de ese otro qué le preocupa, qué teme, qué busca, qué ha pasado con su vida, con su familia. Desde ese lugar en el que todos somos otro-yo es que recuperamos la posibilidad de ser políticos, de proponer y de disentir sin encerrar a los demás detrás de etiquetas de grupos que nos sacan del espacio en el que tú eres otro yo, y yo otro tú.

El estallido va a pasar. Esto también pasará. No sabemos todavía qué tanto cambiará, pero sabemos que pasará. Ojalá lo que veamos y aprendamos de nuestra herida colectiva nos acompañe cuando vuelva la calma y busquemos todos cómo seguir reconocernos unos a otros. Que no se nos olvide nunca que todos son otro-yo y yo soy otro-tú.

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