He sido hija de mis abuelas tanto como he sido hija de mi madre. Suficiente trabajo emocional me esperaba en esta tierra y tan abundante es el amor del universo, que no me harían falta cuidadoras para llevar a cabo mi misión. Indudablemente vengo de un matriarcado lo cual no subestima ni demerita el importantísimo y trascendental papel que han tenido mi padre, mis abuelos y los hombres de mi familia en mi vida. Solo que, estas mujeres, han sido valientes portadoras y cuidadoras de la vida de los cachorros humanos que Dios les delegó para formar esa manada que llamamos familia. Ellas son ese pegamento que nos une a todos, ese centro cálido y nutricio en donde mora la llamita del hogar.
En el mes de la mujer quiero honrar a todas mis mujeres y a la energía femenina haciendo un homenaje a mis abuelas. De ellas venimos y a ellas volveremos algún día. Algunos saben que mi abuela Lucy ha estado muy enferma y esto ha movido las placas tectónicas de mi vida de tantas maneras que aún no alcanzo a comprender con la razón. Solo sé que me siento blanda, como si mis corazas interiores estuvieran cediendo e irremediablemente cayendo como pedazos de Glaciares que se desprenden para fusionarse con el mar. Cuando mis abuelas mueran sé que mi vida no será la misma y quisiera honrar su legado documentando pedacitos de su grandeza y sabiduría en Bhumi para todo el que quiera leerlo.
Tengo dos abuelas muy parecidas y muy distintas a la vez. Las dos son la encarnación del amor y lo expresan de diferentes maneras a todos los que las rodeamos. Son complementarias en sus recursos y generosas con sus acciones y su presencia. No se guardan para sí lo que pueden entregar a otros y han sido el sostén emocional, económico, espiritual y físico de sus familias. Son como águilas protectoras que custodian mi vida. Sus nidos han sido refugios cálidos, seguros, tiernos y amables en donde me siento a salvo… sus nidos han sido mi hogar.
Mi abuela Lucy es la mayor de las dos abuelas. Tiene 94 años y aunque lleva al menos 70 años viviendo en Bogotá, no ha perdido su acento costeño. Hija de un gran médico de ascendencia italiana que conquistó su corazón de hija por su bondad y humildad, quedó huérfana de su madre muy temprano. Con solo 16 hermanos, la niña Lucy, Reina de Corozal y de nuestros corazones, se convirtió en la mancuerna de su padre Manuel al acompañarlo a pie, en caballo o en burro a muchas casitas de gente pobre que necesitaba de su atención y conocimiento como médico. Desde muy temprano aprendió que nadie es mejor que nadie y que todos somos hijos de Dios y por lo tanto ni los apellidos, ni la plata ni los abolengos hacen que un ser humano sea más merecedor de respeto y de amor que otro. Me lo ha dicho hasta el cansancio a lo largo de mi vida pero especialmente desde que empezó a perder su memoria esta enseñanza ha dado más vueltas en su cabeza. Mi abuela, hija adorada de su padre, hija pequeña de una madre que pronto partió, hermana de algunas mujeres que la protegieron mucho y pariente de algunos hombres que la agredieron con su ambición y lascivia, conservó intacta a lo largo de su vida su capacidad para amar. Ella es tierna y dulce, como la pulpa de un mangostino. Asustadiza como un ratoncito que teme ser alcanzado por la furia y los peligros de un mundo gigantesco y lleno de gatos salvajes. Devota y rezandera como una monja que confía su alma a la Santísima Virgen y Nuestro Señor Jesucristo. Astuta como un cervatillo que sabe hacerse “el muertito” cuando le conviene y el numerito le salva la vida antes de ser engullida por un león. Entregada y trabajadora como una hormiguita. Generosa como las flores que dan su perfume, su belleza y su color a todo el qué pasa por ahí. Defensora de los niños, los pobres, los enfermos. Amante de las plantas y los animales, portadora de una mente surreal que comprende desde su corazón infantil la importancia que tiene amar a cualquier ser vivo, animal, vegetal o humano. Ella, Lucila Margarita, es una mezcla entre el Doctor Doolittle, la madre Teresa de Calcuta y Bernardita, esa niñita francesa obediente que vio por primera vez a la virgen de Lourdes. Con una fe a prueba de todo y una necesaria ausencia de dogma, precisamente para conservar intacta su devoción y bondad, mi abuela Lucy ama por igual a adultos y niños, plantas y animales, ricos y pobres, mechudos y bien peinados, gays y heterosexuales. Jamás le he oído discriminar a alguien por su aspecto, religión o preferencia. No quiere decir esto que no tenga sus propias maneras, estándares y creencias. Sin embargo, es capaz de abrir su corazón al otro que es otro y se comporta como otro. Solo la he visto realmente escandalizada cuando percibe una injusticia hacia alguien que ella considera vulnerable. Ahí sí le sale toda la enjundia y verraquera que lleva dentro. De resto es dócil y obediente, a veces más de lo que debería. Ella me ha nutrido de ternura y sencillez y de muuuucha comida desde que era una escunclita de 5 años que llegaba todas las tardes a su casa después del colegio. Sus manitas cálidas me hacen suspirar cuando me tocan la cabeza o me bendicen; tienen una magia especial que apacigua mi espíritu.
Mi abuela Yolanda, por otro lado es una SÚPER ABUELA. Trabajadora incansable, de avanzada y siempre dispuesta al aprendizaje y la aventura. Mi abuela a sus 85 años tiene tablet, teléfono inteligente, computador, televisor inteligente y toda suerte de aparatos tecnológicos que facilitan su necesidad de informarse y aprender sobre todo lo que le llama la atención: política internacional, actualidad, sanación energética, espiritualidad, cocina, autoconocimiento, filosofía, música, danza, teatro, religiones comparadas, etc, etc, etc. Mi abuela es una buscadora incesante que descubrió, más temprano que tarde, que muchas de las respuestas verdaderamente liberadoras para su espíritu no las encontraría en la religión, ni en las ideas sobre el matrimonio y los roles de género que heredó de su cultura y época, y tampoco en sus propias y limitadas visiones de la vida. Así es que hace más de cuarenta años se dedicó a buscarse en caminos poco ortodoxos y muy interesantes como la sanación pránica, la sintergética, la meditación trascendental, la historia, entre otros. Mi abuela, es quizás una de las mujeres mejor paradas que conozco. Sabe hablar su verdad y decirla articulada y claramente sin recurrir a irrespetos ni escándalos. Con todo, sabe custodiar su investidura de abuelita linda y amorosa que reúne cada viernes a su familia alrededor de un buen plato de comida para mantener viva la costumbre de comer, disfrutar y reír juntos. Si no fuera por ella, mis semanas serían menos felices y más llenas de trabajo.
Hija de un hombre amoroso y prudente que sacrificó, como muchos hijos mayores de aquella época, la oportunidad de estudiar para trabajar y proveer para sus hermanos, era su aliado y su adoración, su ejemplo a seguir en esto de la búsqueda espiritual y el buen temperamento. Rosacruz, místico, paciente y siempre amoroso, Eutimio mi bisabuelo, fue tan trascendental para mi adorada abuela Yolanda como mi bisabuelo Manuel lo fue para mi abuela Lucy. Su madre, Bertica, mucho más recia y exigente, fue quizás el origen más reciente de la fuerza femenina que vibra en mi linaje. Huérfana de madre, sobreviviente a una terrible madrastra y un padre desentendido, madre de dos hijas, empresaria, visionaria, viajera y ante todo un espíritu libre que vivió hasta los 100 años refunfuñando y reclamando hasta el último momento lo que creía que merecía.
Por herencia mi abuela Yolanda tiene dinamita en la sangre y miel en el corazón. Su contundencia me inspira. Hace dos días, con un terrible dolor de rodilla que podría impedir a cualquiera, decidió hacer de tripas corazón y salir a votar para senado y cámara de representantes. Ella mejor que nadie, sabe lo que le ha costado a las mujeres en Colombia ganarse su lugar y sus derechos y no iba a desperdiciar la oportunidad de poner su grano de arena y ejercer su sagrado derecho democrático por un dolor de rodilla. En la universidad Nacional de Colombia más de un profesor la exhortaba a regresar a la casa “donde correspondían las mujeres” mientras estudiaba Odontología con mi abuelo por allá por los años 50.
Hasta el día de hoy mi abuela Yolanda sigue sorprendiéndome con su brío, claridad y discernimiento. Es sensata y abiertamente valiente como pocas mujeres que conozco de su edad y de cualquier edad. Supongo que habita en ella el orgullo de haber sacado el pecho por sí misma, por sus derechos, y por su familia y ante todo por haber sido hasta sus casi 80 años una profesional, independiente y abundante que cuidó a su manada como pudo entre el trabajo y la crianza de 4 hijos. Su cuerpo pequeñito y delgado contiene un espíritu grande, poderoso y sabio al mejor estilo del maestro Shifu de Kung Fu Panda. Boyacense de nacimiento, pero trotamundos como su madre, mi abuela me ha repetido en muchos momentos, “tu no estás sola, que sepan que tienes familia”, cuando se ha atravesado en mi camino el peligro de ser juzgada o atropellada por alguien. Mi abuela sabe defenderse y lo hace bien.
Creo que mujeres como ellas, que han dado la vida por sus familias, son quienes han sentado las bases para que sus sucesoras podamos realizarnos como personas y profesionales, como miembros de familia y de la sociedad. Sin el ejemplo de mis abuelas muchas de las pistas que encuentro para relacionarme sanamente con otros y con la vida, desaparecerían.
Ellas me han mostrado en lo cotidiano cómo se ama desde las acciones y no desde la teoría. Cómo se cuida y se protege a los que amamos por encima de cualquier consideración egoísta que cruce nuestra mente. Ellas mejor que nadie, saben qué es dar fruto y manifestar abundancia a través del servicio a otros. Mis abuelas evidentemente han sido mi salvación y mi adoración en un mundo que a veces se me antoja crudo, insensible y agresivo. Ellas, con su comidita y con sus actos de amor, previenen que mi corazón se endurezca y que mis defensas se afilen.
Mis abuelas me recuerdan que la verdad, la bondad y la belleza son tres atributos del alma que necesitan ser encarnados día a día para hacer de este un mundo mejor, una familia a la vez. Es por esto que durante un tiempo les seguiré dedicando mis escritos a ellas, para inmortalizar las enseñanzas y el legado inmaterial que han dejado en todos los que hemos tenido la fortuna de atravesar sus caminos y habitar sus hogares.
Para ellas, toda mi admiración y para ustedes mi dedicación a esta labor que seguramente tomará largas horas y conmoverá a más de un corazón.
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