Yo me permito ser vulnerable y confesarlo
Desde que era muy joven amaba la noche. Era el momento más íntimo y apacible del día. Cuando era adolescente, las noches eran mi refugio; el único momento en el que me sentía soberana y tranquila de ser. En ese entonces yo creía que no pertenecía a nada y que mi lugar en la familia siempre estaba en riesgo. En mi afán de apropiarme del único espacio en el que por ratos me consideraba a salvo, decidí convertir mi cuarto en mi santuario; un refugio tan parecido a mí que no cupiera duda de que me correspondía. En las paredes pegué afiches y pequeñas fotos que me recordaban todo lo que me gustaba de mí y de mi mundo. Pinté el techo de azul oscuro y cuidadosamente ubiqué, estrellita por estrellita, todas las constelaciones del norte guiada por una carta celeste. Las estrellas mágicamente se cargaban con la luz del día y brillaban en la oscuridad, así que mis noches siempre eran espectaculares. Me sentía feliz de estar en mi refugio, vulnerable y sensible, acompañada por mi música favorita mientras leía, escribía o simplemente respiraba. Algunas noches alcanzaban la madrugada y dormía tan solo tres horas; al día siguiente me levantaba como si nada. Siento nostalgia al recordar esto porque sabía intuitivamente lo que me hacía bien.
Hoy en día más deveinte años después, veo las estrellas en el cielo abierto, estoy a salvo en muchos lugares y casi siempre duermo ocho horas. Aun así, sigo sintiendo que la noche es el mejor momento para estar conmigo mientras todos duermen. Ahora mismo es casi la media noche mientras escribo y escucho una obra para piano de Peter Sandberg. Con la música melancólica y reflexiva vienen a mi memoria recuerdos de las muchas noches en las que me he sentido vulnerable. En lugar de momentos puntuales, recuerdo etapas de vulnerabilidad acompañadas de las sensaciones corporales y el ambiente emocional que vivía. Creo que gracias a esa exposición constante al dolor, la incertidumbre y la ausencia de control que experimentaba, me habitué a la vulnerabilidad sin rechazarla. Sin embargo, como a todos los humanos, me costaba estar expuesta e indefensa y desarrollé mecanismos espectaculares para no sentirme frágil por tanto tiempo. Perfeccioné toda suerte de estrategias, discursos, armas, muros y encantos para sentirme más fuerte y en control de mi vida. Aunque esos mecanismos me salvaron por muchos años, después de un tiempo empezaron a ser un estorbo. Mis estrategias de supervivencia infantil se entrometieron en mis relaciones como un virus y me veía atrapada entre la complacencia y la defensividad sin poder comprender lo que realmente necesitaba.
La promesa del amor siempre estaba afuera de mí y me parecía inalcanzable. No solo hablo del amor de pareja, hablo del amor en general. El amor era una sustancia que venía de fuera y yo tenía que ganármela a pulso. Eso inevitablemente empeoró mis mecanismos de defensa hasta que me vi obligada a revisarlos después de tocar varios fondos emocionales que me ayudaron a despertar. A continuación los resumo para no inundar las páginas de tanto drama y así poder llegar al punto de este artículo: la aceptación de la propia vulnerabilidad es el camino de entrada a la sanación y la felicidad.
Empecemos...
Mis papás se separaron cuando tenía seis años y sentí como si hubiese caído por un hoyo sin fondo al mejor estilo de Alicia en el País de las Maravillas. Muy pronto me estrené en el rol de hijastra cuando mis papás volvieron a casarse con nuevas parejas. Fue la época más triste, vulnerable y solitaria de mi vida. Mi padrastro y mi madrastra contaban con muy poca compasión y empatía por esa escuincla gordita que era yo. Durante más de diez años sentí su desprecio y su desconexión rodeándome como satélites que irradiaban negatividad. Después de varios años de desórdenes alimenticios, pésima autoestima y depresión, a mis dieciséis años la rabia me rescató de la tristeza y la autoagresión y empecé a rebelarme. Mi pobre mamá no intuía ese caldo de cultivo emocional que se cocinaba dentro de mí desde tiempos inmemoriales y solo pudo ver a una adolescente que pasó de ser callada y dócil a ser insoportable. Me fui de casa de mi madre en 1998 tras una épica discusión y empaqué mis chiritos entre el carro, sin pedir permiso, para huir a casa de mi abuela. Odié dejar a mis hermanas, ellas eran mi vida. Aun así, en casa de mi abuela me esperaban regalos. Reencontré a mi padre que adoraba pero quien, en la vida práctica, no fue muy cercano a mí por muchos años. No lo culpo, estaba enredado en una relación compleja que lo hacía difícil. Después de casi dos años salimos victoriosos de casa de la abuela dejando atrás sus cariños y las rabietas de mi abuelo, para construir una nueva vida en familia. Sin embargo, años después de vivir felizmente con mi papá y mis hermanos, me fui de su casa tras una gran crisis familiar. Quedé devastada, sin hogar y llena de rencor. En el 2011 terminé la relación más larga e importante que había tenido. Me fui de su casa con el corazón arrugado y la decidida voluntad de encontrar una vida iridiscente y acorde a mis deseos. Triste, resignada y a la vez ilusionada de comenzar una nueva vida, viajé a México con la idea de quedarme allá. Estudié musicoterapia durante dos años en medio de altibajos emocionales. Me sentía afortunada, contenta, sola, melancólica, feliz, abrumada. En el transcurso de mi estadía me enamoré de un colombiano que me trajo de vuelta a mi tierra con la promesa de empezar una vida juntos. A mi regreso descubrí que vivía en una ilusión construida por sus encantos, mis ganas de ser amada y los velos de la distancia. No conocía ni una décima parte de sus andanzas y cuando empecé a descubrirlas me resultó insostenible quedarme. Viví con él una semana a mi regreso a Colombia y de nuevo me fui de su casa. Volví de México con el rabo entre las piernas, sin trabajo, sin ilusiones y sin dinero, a empezar de nuevo con el dolor de haber dejado esa tierra hermosa y colorida que olía a maíz con chile, por un hombre a quien en realidad no conocía.
Puedo decir con franqueza que desde mis seis hasta mis treinta y cuatro años tuve muchas derrotas, experimenté muchos desencuentros y atravesé muchos destierros. Aun así, la alegría y la esperanza se asomaban por las rendijas de la vida prometiendo que esos dolores no serían en vano ni para siempre. Y así fue. Cada fondo me dejó una claridad, una habilidad y una fortaleza que hoy me siguen acompañando.
Después de leer esos dramas podría uno pensar que la mujer que los vivió debe estar jodida, adolorida y llena de taras e inseguridades. Y sí, lo estuve por años, por periodos, por instantes. Pero la compasión y el amor me salvaron. Siempre hubo alguien a mi alrededor que me enseñó con su presencia cálida, aceptante y amorosa que la vida era mucho más que sus obstáculos y que yo era mucho más que mis dolores. Siempre tuve al menos a una persona que me recordaba que, aunque no estuviera en mi mejor versión, me amaba, me aceptaba y me apoyaba incondicionalmente. La genuina compasión afloraba en sus corazones y yo volvía a sentir esperanza. Ese amor compasivo y mi voluntad de curarme me llevaron a iniciar los procesos de sanación, espiritualidad y autoconocimiento que hoy en día me sostienen y me ayudan a sostener a otros.
La relación con mi vulnerabilidad se convirtió entonces en una puerta de entrada a mi interior. A través de su vivencia aprendí a hacer lo que otros hacían conmigo: escucharme, acompañarme y quererme en medio de mis crisis. Y aunque sigo siendo un aprendiz en proceso, tengo la absoluta certeza de que mi vulnerabilidad me ha ayudado a ser más compasiva conmigo y con otros y por lo tanto más feliz, agradecida y bondadosa.
Mi historia de vulnerabilidad me abrió el camino que hoy transito y disfruto: el de la música, la terapia, la escritura y la espiritualidad. Así que no hay razones para sentir vergüenza o rechazo por ella. Por el contrario, le agradezco que me haya permitido conectarme conmigo y con otros; a la larga todos somos vulnerables lo admitamos o no.
La próxima vez que te critiques por sentirte frágil, incapaz o inseguro recuerda que el remedio que te dan unas góticas de compasión y comprensión no te lo darían toneladas de juicio. No en vano, desde hace miles de años, distintos caminos espirituales y religiosos insisten en el aprendizaje del amor y la compasión como senderos para alcanzar la felicidad, la liberación y la realización.
Solo un corazón abre a otro corazón y no hay corazón sobre la tierra que no esté un poquito herido. Por eso, abro el mío a través de estas palabras esperando que puedas abrir el tuyo a tu propia vulnerabilidad.
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